domingo, 27 de septiembre de 2009

No me bajés los brazos (o la historia triste de un peleador)

*Para Mili


Esa trompada directa le dejó sangre en la nariz, en los labios y en los dientes. Y eso no había sido -para nada- lo peor.

El niño que le encajó a Marcelo ese semejante gancho tenía apenas diez años, cuatro menos que él, y eso en el barrio Castillo, como en cualquier barrio que se precie de tal, es grave. El mocoso atrevido se cansó de que le dijeran "pailón", pese a que el adjetivo era correcto debido a las dos antenas parabólicas que tenía por orejas. Y entonces buscó al más alto de los Vagos Grandes del barrio, a Marcelo, y lo cruzó con un derechazo que lo hizo retroceder dos metros, tropezar contra el cordón y caer de culo al piso. Nadie se metió. Todos se quedaron con la boca abierta, hasta el mismo niño golpeador que, cuando Marcelo empezó a reaccionar, supo que era el momento de correr. Y corrió.

El bombazo es histórico. Algunos dicen que esa tarde insoportable y húmeda del 13 de enero de 1985 fue cuando se empezó a gestar el demonio que Juan Alberto "El Paila" Cativa llevaba en sus puños. Otros dicen que no es así, que ya desde jardín de infantes, en la escuela José Ignacio Thames, derribaba compañeritos de remeras rojas a rolete. Y que incluso fue él quien apuró las primeras caídas de dientes a por lo menos 8 chicos, según lo recuerda su maestra, la señorita Nani.

Flaco, peladito, de ojos tan pequeños que parecen siempre encandilados y con esos platos soperos a los costados de la cabeza, El Paila caminaba con cara de malo de lunes a viernes, de marzo a diciembre, desde su casa hasta la escuela. Cruzaba por el barrio Telefónico que recién empezaba a construirse, luego por el Viajantes, el único lugar donde El Paila no se hacía el jefe -porque ahí sí que hay Vagos polentas-, llegaba a la avenida y pateaba dos cuadras hacia la izquierda. Todo solito, derecho de hermano mayor, se supone.

No era mal chico, El Paila. Pero sus piñas caían mal a las señoras del barrio y hacían padecer a su mamá, La Paola, todas las mañanas cuando iba a comprarle el pan a don Nuñez, donde recibía queja tras queja de las otras madres. Doña Yola, por ejemplo, no dejaba a sus hijos Martín y Mariano que jugaran con él porque los incentivaba a que fueran a pelearse con los niños del barrio Telefónico.

Era fantástico, era una gacela, pegaba con convicción: golpes secos, fugaces y directos. No dejaba de mirar a los ojos a sus rivales ni siquiera cuando ya los tenía en el piso. Era el héroe de todos en la cuadra y pronto su fama de exitoso peleador callejero se fue expandiendo por las demás calles de tierra del barrio Castillo, entre los techos de chapa remendados con cajas de vino, entre las carretas y los caballos de los verduleros, entre La Gladis y El Príncipe Ariel, que aún hoy siguen sonando por esos parlantes gigantescos y ostentosos, pero de pésima calidad.

El Paila dejó la escuela cuando el peso empezó a devaluarse y el dólar se infló, se hiper infló. La Educación Cívica garantizaba el derecho a comer, pero no daba de comer. Así que salió a buscar laburo. No encontró un carajo, y entonces se concentró en lo único que sabía hacer: pegarle a la gente.

La primera vez que El Paila Cativa subió a pelear un ring de box ni siquiera le había pegado a la bolsa. No tenía ni la más puta idea de cómo vendarse las manos y los guantes que le prestaron, por más que le fascinaba el rojo cuando los miraba, le parecían incómodos. "Ute digame cuando tengo que empezá nomá", le dijo al referí. Sonó la campana y El Paila salió como un tren, le clavó cuatro derechazos seguidos al flaco escuálido que tenía delante suyo y lo tumbó en 17 segundos. Así se le pega a un hombre. No había público en Unión Aconquija esa tarde. Una lástima: muy pocos vieron el nacimiento profesional del único héroe que tuvo el barrio Castillo.

El entrenador del gimnasio, Braulio Algañaraz, al ver su estado salvaje lo invitó a ir gratis al gym, a cambio de que acomodara las pesas todos los días.


Su segunda pelea duró 24 segundos. Fue contra el Ezequiel "El Zurdo" Gallo, uno que se la daba de bravo, de la zona de La Rinconada y que los viernes después de pelear iba a tomar cerveza a la Plaza Vieja hasta que terminaba a los bollos contra alguien.

El Zurdo entró confiado, le bailó dos veces, para atrás, para adelante, para atrás, para adelante, se fue, volvió, amagó, cruzó el hombro y de repente recibió un bombazo que lo dejó abrazado a las cuerdas durante 6 segundos. Sólo por eso la pelea duró 24, si no la demoraba ahí acababa antes. Y esa noche, El Zurdo, no fue a la Plaza Vieja. Juan Alberto "El Paila" Cativa lo mandó de una sola piña al hospital Carrillo. Y lo dejó internado tres días.

La voz empezó a correrse en el barrio Castillo. El Paila, ya ahora boxeador, no peleaba más a la salida de los bailes, ni se desvelaba. Tenía un récord envidiable, único en el ring de Unión Aconquija: 24 ganadas, todas por K.O. Era imbatible, una bestia. Y el boxeo, que jamás alguien le había dado bolilla en el barrio, pasó a ser el deporte que los chicos jugaban en la esquina y que los grandes comentaban mientras esperaban el Zona Norte.

Cada vez que El Paila peleaba se movilizaba el barrio. Llenaban las gradas, las 40 localidades de Unión Aconquija, y empezaban a corearlo antes de que subiera al ring. Ningún boxeador tucumano había recibido tanto apoyo hasta ese entonces. Y Cativa sentía que empezaba a comerse el mundo, la noche del 14 de agosto de 1992, cuando al salir victorioso de una pelea recibió una cifra de dos ceros.

El 16 de agosto de ese año, en el faldón de la página 6 del suplemento de Deportes de La Gaceta, el periodista Edmundo Barrionuevo escribió un artículo sobre aquella noche. Lo tituló, a dos líneas: "El "Paila" Cativa, el nuevo tifón de Yerba Buena". Ese recorte permanecería en el living de la familia junto una imagen de la Virgen de Lourdes y un Gauchito Gil de plástico.

Todos en el barrio hablaban de él. Las madres le besaban los puños cuando se lo cruzaban y les pedían que saludara a su hijito con un abrazo. Los padres le gritaban "¡campión!" y sus amigos sacaban chapa en el Fantástico de Yerba Buena con el recorte del diario en la billetera. La Paola, su madre, decía orgullosa que su hijo era deportista y que trabajaba en un gimnasio, aunque omitía decir que por esto último aún no le pagaban.

Entrenaba duro El Paila. Todo el día en Gimnasio se la pasaba, feliz. Era la esperanza del barrio Castillo; era el barrio Castillo hecho esperanza. Y un día le pegó a la grande.

Un Renault 9 rojo, flamante, entró por la calle principal y se estacionó una cuadra antes de la casa de los Cativa. Se bajó un hombre panzón de antejos oscuros grandes, de esos que usaban los policías motorizados de Cops. Preguntó por El Paila y, cuando le dijeron que vivía en la otra cuadra, dejó el auto ahí y avanzó a pie, sonriendo y saludando con tono aporteñando.

-Mire, señora, no le voy a mentir. Es sólo una oportunidad, pero además hay un futuro enorme para su hijo. Tiene unos puños de acero ese chico y pega con el corazón- dijo el gordo a La Paola, que vestía un pañuelo en la cabeza y el delantal de cocina engrasado. El Paila escuchaba sentado en la mesa sin decir nada, boludeando con un muñequito de Rambo de uno de sus cuatro hermanitos menores.

Dos semanas después El Paila tomó su mochila azul y se fue a esperar el Zona Norte que lo llevó a la Terminal. A la parada, a despedirlo, fue casi toda la cuadra. Nunca antes había habido tanta gente junta en esa esquina, ni siquiera en Navidad, cuando después de las 12 se sacaba la mesa a la calle y se la juntaba con la de los vecinos.

El Paila se acordó de una de esas Navidades en el barrio y le cayó una lágrima al pensar que tal vez no volvería más. Todos sintieron su partida. Y lo animaban a seguir adelante con sus trompadas.

La primera pelea del Paila en Buenos Aires fue televisada. Fue un sábado a la tarde, era la previa de una más importante. Y la transmisión iba en vivo por TyC. Ocurrió tan solo tres días luego de que partió.

Todo el barrio Castillo se reunió detrás del televisor de don Núñez, el quiosquero, uno de los pocos que tenía cable. Ahí estaba la madre vestida igual que el día que cedió su hijo al porteño. Estaban todos. Los Vagos Grandes habían arrancado a tomar vino la noche anterior, la vigilia de la pelea. Los chicos esa mañana construyeron una bolsa para pegar, rellenada con bolsas plásticas que pidieron en el supermercado Disco de avenida Aconquija y Las Lilas. Las mujeres rezaban. Y El Paila se persignaba arrodillado en un rincón de ring. Hubo un solo grito en el barrio cuando la cámara lo tomó. "Mucha suerte mijito" dijo para sí misma La Paola.

El Paila
entró hecho un demonio, saltaba de un rincón a otro, dando golpes al aire. Se le veía sed en ojos. Quería devorárselo. Su rival era un cordobés, Miguel "El Mono" Coquino. Sonó la campana y el tucumano avanzó con rudeza tucumana. Tiró su primera piña y nada. No podía entrar. Lo buscaba con un lado y El Mono Conquino se defendía y cuando podía atacaba. Fueron parejos el primer, el segundo y el tercer raund. El cuarto no.

El Mono llevó a un rincón al Paila y empezó a darle. Le hizo sangrar una ceja. Y el rostro del tucumano empezó a desfigurarse, no sólo por los golpes. La impotencia empezó a preocuparlo. "¿Qué me estará pasando que no lo puedo parar?", se preguntaba mientas el cordobés volcaba un camión de piñas sobre su cuerpo. "¿Qué pensará mi barrio, qué pensará? ¿Qué pensará mi madre?", era lo único que se le cruzaba por la cabeza, hasta que cerró los ojos y cayó al piso. Ni siquiera escuchó contar al árbitro. Alguien apagó la tele antes de que empezara el nuevo combate. El barrio Castillo lloraba la derrota de su campeón.

A la semana siguiente El Paila Cativa volvió. Esperó por unos meses que el señor del auto lo fuera a buscar de nuevo, como le había prometido. Luego le preguntó a Braulio Algañaraz si podía volver a acomodar las pesas en su gimnasio.


*Para Mili, por llorar cuando escucha Cachito Campeón de Corrientes, canción de León Giego que inspiró este cuento.

domingo, 2 de agosto de 2009

El fantástico, fatal y primer salto de Fioro

*Cuento inspirado en La luna y la cabra, de Andrés Ciro Martínez.

Hace unos 9.000 años, en unos de los picos más altos de la Quebrada de Humahuaca, nació Fioro, quizás la cabra macho con las patas más débiles, improlijas y delgadas que se había visto en la tierra hasta ese entonces.
Fioro tropezaba en las piedras donde las demás cabras aprendían a saltar. Le temblaban las patas de solo caminar. Y eso que lo hacía con la calma que se mueve la aguja chica del reloj, mientras las demás brincaban al ritmo del segundero.
Las veía ir y venir. Cruzaban el río sin mojarse porque saltaban de una piedra a otra. Trepaban la montaña con firmeza y seguridad; se detenían donde querían, pastaban y hasta se daban al lujo de jugar entre ellas. Fioro, desde lo más bajo que puede tener la majestuosa altura de la Quebrada, no había empezado su paso siquiera.
No sentía envidia de las demás porque los animales no son cobardes como lo hombres. Sentía algo que le faltaba. Se miraba las patas escuálidas e intentaba entenderlas. Quería conocer su debilidad.
Una noche tropezó y se hirió la pata izquierda. Quedó en el suelo solo, justo donde ahora está marcado el Segundo Calvario, el descanso para los peregrinos que van a buscar desde Tumbaya a la virgen de Punta Corral, en una caminata de 20 horas.
El destello de la luna hacía sombras. En medio de la noche helada, la silueta oscura de las copas de los árboles se movía sobre el río. Los cuernos de Fioro, anudados y vueltos para atrás, parecían interminables porque la sombra era larga y también acababa sobre el río.
Fioro pensaba que se moría. La sangre le empapó el pecho y al no poder moverse sería presa fácil. La luna, que esa noche andaba aburrida, quiso saber el destino de la cabra. Y empezó a mirarla.
Fioro agonizaba. Sus pensamientos no eran en vano. La pata ya no era pata, era un trapo húmedo. Cerró los ojos y empezó a soñar.
Fue un solo salto el que dio hasta llegar a la luna. Un salto magistral. Así como alguna vez el amor le prestó las alas a Romeo Montesco y por ello sufrió el destierro, la luna jugó con la gravedad y pudo atraer a Fioro hasta ella.
La cabra se enamoró de su salto. Fueron casi tres horas de vuelo, donde en todos los segundos sentía que el impulso se renovaba. Habrán sido los brinquitos que nunca había podido dar, pero todos juntos, uno tras otro. La tierra se alejaba con prisa, quedaba atrás, y Fioro saltaba sobre sus saltos una y otra vez, 10.237 veces en total. Eran impulsos rectos, veloces y extensos que no caían jamás, el sueño de toda cabra saltadora.
Al pisar la luna también se enamoró de ella por haberlo hecho feliz. La cabra entendió que el amor es dar. Y esa misma noche la besó, pese a que la luna le advirtió que el sol la había condenado a estar en soledad, y que por esto todas las noches debía escaparse cuando él apareciera.
Fioro no le hizo caso. La besó hasta que llegó el amanecer quebradeño, porque los placeres no deben escuchar negativos. Y el sol los vio. La luna empezó a irse lenta, como lo hacía siempre, mientras los furiosos rayos hacían arder los cuernos de Fioro, luego su cabeza, su cuerpo y por último sus patas. Y allí, en ese momento, la cabra se hizo miel para su luna plateada.
En el Segundo Calvario está aún la piedra que le costó la vida Fioro. Y no he visto en ninguna parte del mundo que la luna alumbre tanto como lo hace en esa senda. Quizás usa tanta iluminación para encontrar a hombres y animales heridos y regalarles allí el sueño de sus vidas.

martes, 23 de junio de 2009

Las minas más lindas del mundo

El taxi se detuvo por el semáforo rojo, en plena 9 de Julio. Y la gente cruzaba apurada la avenida ancha, que no es la más ancha del mundo. Una rubia, una morocha y dos petisas, lindas las cuatro, encabezaban el grupo. El taxista era un panzón bigotudo con aureolas de transpiración bajo las axilas. Y hablaba con decidida convicción.

-Acá tenemos las mujeres más hermosas del país, pibe. Las más lindas del mundo están acá- dijo sin quitar las manos del volante ni los ojos del parabrisas.

-Sí, sí, lindas hay, como en toda la Argentina -respondí, mientras sacaba la vista del diario que tenía sobre las piernas y miraba a la calle, y luego avancé en mi sustentada teoría. -Pero pasa que acá son muchas mujeres, entonces sí o sí tiene que haber varias lindas por cuadra. Cuestión de cantidad, amigo.

- ¿Pero qué decís? -saltó sorprendido como monja orteada. - Hace 20 años que estoy arriba del tacho y no hubo un día que no vea un minón. Mirá esa flaca, pibe, mirá esa flaca. Me la como con fritas...

-Claro que hay chicas lindas en Buenos Aires -contesté relajado y con seguridad, y volví la mirada al diario. -Pero los porteños, como usted, creen que tienen las minas más lindas del país, las minas más lindas del mundo. Y no es así. Mire: el Índice de Cabeceada por Cuadra (I.C.C.) es mayor en Córdoba, Rosario y en Tucumán. Después sigue Santa Fé, Buenos Aires y Mendoza.

-Me hacés reir, pibe...Índice de Cabeceada...Índice de Cabeceada... ma qué índice de cabeceada -repetía y negaba con la cabeza mientras buscaba el Philip Morris 20 común abajo del freno de manos-. ¿Fumás?

-Fume, fume. Fume tranquilo. El Índice de Cabeceada existe. Dos amigos míos lo inventaron -dije y me avalancé lentamente sobre el asiento delantero, mientras lo miraba a los ojos por el retrovisor.-No se lo diga a nadie porque les llevó años crearlo, por el tema del viaje por el país, ¿vio? Lo hicieron así: Uno se paraba en la esquina y contaba la cantidad de mujeres que pasaban en una hora, al cierre del horario comercial, hora pico de mujeres. El otro se quedaba en la mitad de la cuadra y contaba las veces que no podía resistirse a girar la cabeza cuando pasaba alguna de estas señoritas. Y ahí lo tiene: se divide las chicas que pasaron en las veces que cabeceó mi otro amigo y listo, el Índice de Cabeceada por Cuadra, papá.

-Me estás cargando...

-Le digo en serio, el Índice existe. Esos chiflados lo inventaron - afirmé, solté aire, y volví el cuerpo para atrás.

- De eso puede ser que no dude, flaco - dijo y giró la cabeza a la calle mientras frenaba al llegar al nuevo semáforo. -Lo que me parece raro es que no estemos primero.

El resto del viaje se la pasó hablando de todas las mujeres que conquistó cuando tenía mi edad, 26 años. "Cuando tenía tu edad...", decía cada vez que empezaba una frase. Y más de una de sus conquistas era de alguna provincia; "del interior", detallaba como si Capital Federal no quedara dentro, en el interior, del país. Todas sus chicas, decía, eran princesas y él, un león en la cama.

lunes, 8 de junio de 2009

Hoy función: el día que ascendió Atlético

Han pasado siete horas que no he parado de tomar bebidas alcohólicas, y acá, en mi departamento a medio amoblar, Juan Pablo Sosa me cuenta cómo lloró aquella vez que Atlético Tucumán volvió a Primera B. Dice que cuando acabó aquel partido le cayó sólo una lágrima, que fue pesada y que la sintió brotar de globo ocular, transitar el pómulo y caer sobre el pecho, muerta y feliz. Dice que luego de sacudirse el rostro, con las dos manos y con presión, fue hasta la casa de su abuelo, a cuatro cuadras de la cancha, y al abrazarlo se desvaneció en un llanto. Dice que nunca lloró así, ni siquiera cuando murió su abuela. Y que el abuelo al verlo llorar le dijo: "Tranquilo mijito, falta mucho, el deca va a dar para más".
Juan Pablo Sosa dice que las lágrimas fueron en todo el estadio; que hay tomas de televisión que lo registran. Dice, además, que dentro de un par de horas, cuando llegue el mediodía, tiene un asado con los 15 muchachos que va a la cancha y que esperarán, tomados y comidos, el partido que a las tres de la tarde jugarán Atlético y Talleres, en Córdoba. Ese encuentro podría poner por primera vez en la historia a Atlético en la primera división del fútbol argentino. Bajamos del departamento y hay un día soleado. Tan soleado que molesta las pestañas. "Es un hermoso día para que ascienda el deca", reflexiona Juan Pablo, bastante borracho y convencido. Salimos.
Son las 10 de la mañana y el festejo por el día del periodista se extendió más allá de la fiesta. En la esquina de Alen y Mate de Luna hay un hombre que vende banderas que dicen "Atlético de Primera". Juan Pablo quiere una, la mira con ganas, la mira con celos cuando un hombre la compra para su hijito que la acaricia desde la vereda. El semáforo se pone verde. Juan Pablo dice que se bañará y que luego seguirá despierto, que excitación que tiene no lo dejará dormir y que hoy es el día que esperó desde que nació. Faltan horas. Atlético juega pronto y yo, mareado, decido irme a dormir para que el descenlace de esta crónica llegue lo antes posible.
Me despertaron las bombas de estruendo, continuas e interminables. Tan explosivas que el perrito de mi casa, El Pichín, se metió debajo de la cama para evitar el ruido, tal como hace en Navidad y Año Nuevo.
El árbitro Jorge Baliño decidió poner fin al partido cuando aún faltaban 12 minutos para llegar a los 90. Desde la platea de Talleres empezaron a arrojar piedras a los jugadores tucumanos que estaban en el banco de suplentes, embroncados por los cuatro goles que habían recibido en contra. Atlético daría la vuelta el su cancha y los plateistas no quería saber nada.

-River, Boca, Independiente, Racing, San Lorenzo -enumeró el comentarista de la radio LV 7. Atlético es de primera y ahora se va con los grandes. Vamos al móvil, en vivo, desde la plaza Independencia con Vicente Armando Tarascio.

-Gracias, gracias. Llega la gente desde todas las direcciones, todos los caminos conducen a la plaza, una plaza que está vestida de celeste y blanca, una plaza decana -relató Tarascio que aún tenía la garganta dañada por el cigarrillo y el alcohol de los festejos de la noche anterior. Está todo el pueblo decano acá -siguió y le pasó el micrófono a un hincha- ¿Amigo, feliz?

-No puedo más, esto es para los sucios, papá. Esto es una locura, gracias Deca, gracias. Fuimos el mejor equipo de la categoría y lo demostramos- comentó con la voz cortada un hincha, mientras otro por detrás alentó a los demás a que cantaran: "Y dale deeee, y dale deeee".

-Hasta el cielo se volvió decano. La emoción es incontrolable. La gente llora, se abraza, canta, grita. El pueblo decano está de festejo y el cielo lo sabe, por eso brilla celeste y blanco -dijo Tarascio antes de dar el pase a estudios.

En el camino desde mi casa hasta la plaza vi a tres chicos con la camiseta de San Martín sentados en un bar, a seis o siete hombres sacando todo el cuerpo por la ventanilla del colectivo revoleando una bandera celeste y blanca, a una fila de cinco camionetas 4 por 4 tocando bocina, a una pareja que iba en moto; ella adelante, conducía y él atrás, cantaba, agitando ambos brazos para arriba y para abajo.
Fue imposible encontrarlo a Sosa en la plaza. Tarascio no exageraba. Pensé en mi abuelo, el Pedro Noli del cielo, ¿cómo festejan las almas un ascenso a primera si es que no pueden cantar? Pensé en mí, en lo feliz que hubiera sido en este momento si hubiera sido un hincha más fiel. Pensé en quienes festejaban delante mío, en la grandeza del fútbol, en la estupidez del fútbol, en la verdadera importancia del fútbol, y concluí que las pasiones también se alimentan de simplezas, y que la vida es el tiempo que transcurre entre pasión y pasión. Deduje, entonces, que los años no cuentan. Cuenta cuantas pasiones ha tenido uno. Lo demás es deperdicio, es tiempo muerto. Pensé en que Sosa debe estar mucho más feliz que cansado aunque no haya dormido.
Pensé en el nombre del hombre ese que hacía cantar a su hijita, una petisa morochita empapelada de celeste y blanco, mientras volvían de la plaza. La tomaba del torso y frente a frente le repetía, apasionado: "Siga el baile al compás del tamboril, que el deca de va a primera, y al descenso San Martín".

viernes, 29 de mayo de 2009

Triste y desconocida

Mientras intento ubicar la llave en el cerrojo, a unos pasos míos, una mujer quiere convencer a su pareja. Puedo escucharla:

-Llegamos a la casa, te preparo la comida y después nos vamos a bailar.
Dale, no seas aburrido.

El hombre, de ojeras alargadas y de camisa por fuera del pantalón, sigue caminando inmutado. Apenas mueve la cabeza para indicar un "no". Y avanza así, como zombie recién salido de la tumba y dispuesto a volver a enterrarse, dispuesto a levantarse el domingo para empezar a renegar porque ya empieza otra vez el puto lunes, dispuesto a que esa noche -seguramente sin amor bajo las sábanas- sea para el reposo único y exclusivo de lo mal que lo trata la vida. Pobre hombre. Pobre mujer.
Se quedarán esa noche sin baile, entonces. Sin que él la abrace, le de una vuelta, y le cante, le murmure al oído:

"Quiero despertar contigo cada mañana,
que me digas al oído cuanto me amas,
y besarnos junto al río de madrugada,
ya no quiero ser mendigo de poco y nada."
Sin eso, sin la rica poesía de la cumbia. Así ellos. Otros en el baile, ya sea en la discoteca más careta o galpón más marginal de Tucumán, cantan, recitan cumbias a sus damas. Eso de dedicar lo que se está bailando lo he visto cientos de veces. De pronto todos son poetas, cantan poemas al unísono:
"Después de ti será difícil conseguir alguien que pueda acabar conmigo
hasta dejarme en la cama rendido, mi cuerpo transpirando
y mi pecho agitado.
Porque después de ti no quedan ganas
de seguir y menos de encontrar otro cariño."
Que me perdonen los grandes escritores. Que a los efectos de la poesía apasionada, a los suspiros de las mujeres, da lo mismo que sea un Girondo, un Benedetti, una Storni, que un Agostini o un Mattioli, cumbieros y dueños de la primera y la segunda estrofas citadas arriba.
Y que me perdone aquel hombre amargado que tachó a su mujer, porque a su dama voy dedicarle hoy mi primer poema de amor, aunque nunca llegará a leerlo, ni sabrá de su existencia.
Se titula: "A la desconocida triste"

No cerrés las pestañas,
mujer aburrida y cansada,
que aunque estés con un imbécil,
merecés ser amada.

Que no te quite la vida,
aquel que busca perderla,
que si alguna vez te dio felicidad,
hoy no hace nada para retenerla.

Exigí, demandá y amá,
obligá, entregate y ofrecé,
que el dueño de tu cuerpo,
sea quien lo merece.

Y si ni siquiera destienden la cama,
si te has pintado y no lo ha notado,
si los has mimado y se ha dormido,
fíjate, changuita, quién está a tu lado.

¿Pero estás dispuesta a perder
a quien tanto te ha dado?
Tu decisión, entonces,
es por el presente o por el pasado.

Si tu presencia es pura obligación,
y tu corazón no encuentra salida,
rápido, que es corta la vida,
¡Vamos, que no hay otra salida!

Amagale, hacete llorar,
hacete extrañar, hacete querer
que en el día que le faltes,
recién el imbécil va a comprender.

Entonces ahí perdoná y volvé,
serás dueña del presente y el pasado,
y de un futuro prominente,
como se merecen los amados.

Serás reina eternamente,
porque el que pierde jamás olvida,
y así ganarás todo aquello
que has juntado en esta vida.

Pedro Noli.

viernes, 1 de mayo de 2009

Demoras para el dolor

La muerte de Nicasio Sánchez Toranzo fue espontánea. El hombre murió el viernes último de un infarto. Era mi padrino de bautismo y amigo de la infancia de mi viejo, Daniel. No recuerdo siquiera su rostro, pero en las últimas semanas su nombre había vuelto de después de años -y de repente- a mis oídos.
Nicky era el reciente abogado de mi vieja y mi hermano. Se encargaba de los papeles de una empresa de turismo que pondrán en Tucumán. Mi mamá renegaba porque no les quería cobrar ni un peso. Y se sorprendía por lo bien que había encontrado al hombre que no veía hace mucho. Decía que estaba flaco, alegre y activo.
La tarde del sábado recibí un llamado de mi viejo mientras él viajaba. Me pidió que buscara en la guía el número de José Rank, el compinche de la cuadra que completaba el trío de amigos que jugaban a las bolillas en la vereda y le robaban las botellitas de Coca Cola a los adultos mientras dormían la siesta. Eran de esos envases de vidrio que ahora se ven de nuevo, pequeños y silueteados, como las curvas de las mujeres bajitas y esbeltas.

-Se ha muerto Nicky, me explicó después que le pasé el número. Y, luego, pronunció la frase que me dolió más que la noticia necrológica:

-Yo justo estaba pensando en que uno de estos días vayamos a saludarlo juntos, que te vea más grande, que te vea otra vez.

No hay turnos para el cielo ni para el infierno. Sólo un chiflido que llega de algún lado y que cierra las pestañas para siempre. Será por antojo de alguien. Y mientras se vive uno olvida de lo que importa más; lo piensa, lo ilusiona, lo fantasea, lo proyecta. Y lo demora.
Voy a publicar mi libro aunque jamás sea un best seller. Voy a volver a ir a la cancha con mi viejo, por más que digan que vuelvo porque Atlético está por ascender a Primera. Voy a adoptar otro perro callejero. Voy a hacer reir a Micaela una vez por día. Voy a amar sin medir, a llorar sin ocultar, a mirar sin disimular, a soñar sin despertar. Quiero vivir sin demorar.

martes, 14 de abril de 2009

Amar al mediodía

Su apellido no lo recuerdo, pero su nombre es Eva. Un día llegó junto a mi papá mientras almorzábamos. Habrá sido a principios de los 90, superada la híper inflación, supongo. En mi casa se cocinaba el pan durante aquellos días de crisis. Así que calculo que no había dinero para pagar a una empleada doméstica hasta que la economía argentina se restableciera.
Eva dormía de lunes a viernes en un sillón rojo que tenía que convertir en cama cada vez que llegaba la noche. Su habitación era el lavadero de la casa del barrio Viajantes. Soñaba a la par del termotanque, junto a la pequeña llama del piloto encendido, pequeña pero inagotable. Al despertar, tenía que re acomodar el sillón, pues no le quedaba lugar para fregar las zapatillas o enjugar dentro de un balde las prendas de la familia Noli.
Los sábados por la mañana volvía a La Florida, uno de esos pueblos que nació y murió junto a los ingenios tucumanos. Mi viejo terminó el rotatorio de medicina por aquellos lares, ahí la conoció y supo que quería trabajar. Ella tenía, cuanto mucho, 20 años.
¿En qué momento puede enamorarse alguien que trabaja 24 horas al día de lunes a viernes? No lo se. Eva lo encontró. O tal vez él la encontró a ella.

-¿Ta la Eva?, preguntaba cada mediodía el sodero de Sigüenza, si es que la Eva no había abierto la puerta y llegado con la libreta en mano.

Algunas veces podía demorarse al pintarse las uñas. O tal vez era histeriqueo. Las mujeres gozan cuando las reclaman, cuando las piden. Y entonces, una vez evocada, aparecía sonriente con dos sifones vacíos.
Las celosías grises de mi habitación tenían pestañas débiles. Y si uno las presionaba hacia abajo podía ver lo que ocurría del otro lado de la ventana, a la par de la puerta, donde se concretaba la operación de cambios de sifones más larga de la historia de este país.
Con mis siete años, los espié un par de veces por la ranura. Recuerdo que era morocho, que usaba una camisa azul, que hablaba bajito, que apenas mostraba los dientes y que cuando se despedían recibía un papel de las manos de Eva, y que ese papel, blanco y doblado con prolijidad, iba directo al bolsillo izquierdo de su camisa, sobre el corazón.
Se miraban sin hablar. Una vez Eva le dijo algo, no escuché qué, sólo su seseo, y luego se acorrucó en el pecho del sodero. Le puso la mano sobre el bolsillo del papel y sonrieron.
Eva, al entrar a la casa, acomodaba los sifones llenos cantando. Tarareaba. Y la canción le duraba mientras planchaba frente al televisor, con la novela de la siesta encendida.
Habrán sido dos o tres años así. Todos los mediodías después de comer. Hasta que no aguantaron más.
La tarde que se fue, después de 9 años de haber vivido en mi casa, mi viejo aprovechó para darme mi primera lección de geografía porteña. Me explicó que Liniers, donde se iba la Eva, era un barrio de la Capital Federal.
El lunes siguiente apareció un sodero que andaba apurado y con la lapicera en la oreja. Jamás volvimos a saber de Eva. Aunque apuesto que ahora duerme abrazada y en una cama doble.

sábado, 17 de enero de 2009

Volcán

-El diablo está libre y en la tierra, Charly Frías. ¡El diablo está libre!

No había entendido el trágico significado de mis palabras -que se las dije a mi amigo con la euforia de quien incita despilfarro- hasta cinco días después de haberlas pronunciado, en febrero del año pasado.
Sí: había liberado al diablo en el desentierro del carnaval por séptima vez consecutiva. Vi al muñeco rojo volar por el cielo y caer al piso frente a mí, mirándome con sus ojos azules, para luego perderse entre quienes lo tomaban con sus dos manos y arrodillados le pedían en silencio. Le daban vino, chicha o aloja, lo tiraban para arriba y seguían bailando al aire libre en Volcán, la primera parada de la Quebrada de Humahuaca, en Jujuy, el extremo norte argentino.
En este pueblo perdido de apenas 200 casas, treinta años atrás, Lucinda, mi mamá, vivió clandestina, oculta de los militares que se la querían llevar junto a mi hermano, que le pateaba la panza con bronca, como si antes de nacer supiera que ya se habían llevado a su papá.
Y yo estaba ahí otro año de nuevo, saludando otra vez a quienes conocían su historia porque la habían vivido junto a ella. Sabían que había sido medalla de oro en el secundario en Metán, Salta. Y que era la ilusión de la familia, la esperanza de que por primera vez algún Bazán llegara a la Universidad. La mandaron a Tucumán, porque en Salta no había. Ingresó en Pedagogía, se enamoró de Daniel Noli, un estudiante de medicina, y militó en Juventud Peronista, pese a que mi abuelo, un ferroviario rudo que jamás negó cariño, era comunista y ferviente anti-peronista.
Le duró pocos años, entonces, Tucumán. Los años 70 se ponían duros. Desaparecían conocidos, amigos y hasta que un día su novio no volvió a casa. Tenía en la pansa a quien sería llamado por todos Danielito. No aguantó más el terror de perderlo en vida. La naturaleza no prepara a los padres para que vean morir a sus hijos, ni para que se los expropien. Y entonces se fue al Norte, donde no los encontraron.
Voy junto a ella siempre en carnaval, ahí, a Volcán. Invito amigos, me arrojo el vino del cartón en la cara y tomo lo que puedo. El resto cae sobre la remera y ando así sin dormir de una punta a la otra en el pueblo. Festejo la libertad del diablo en la tierra, como si fuera que me abrieron las puertas del cielo.
Cuando el año pasado volvíamos de Volcán, abrí el portón eléctrico de mi casa con el control remoto, desde arriba del auto. Vi que salió mi perro, apurado y torpe como siempre. Avancé y sentí un aullido breve, cortito. La perrita salchicha de mi vieja había salido por detrás y no la vi. La maté. Le maté la mascota a mi vieja. La tenía hace tres años y cuando mi mamá volvía de la escuela, de enseñar, la saludaba primero a ella y recién a nosotros, sus hijos. Se la llevó el diablo, que andaba libre porque yo venía de liberarlo. Se llevó él, no lo dudo.
Dos semanas después volví al entierro del carnaval, rito opuesto al anterior en que se cava un pozo y se guarda bajo tierra al muñeco del diablo hasta el año próximo. Lo insulté por haber dejado lágrimas en mi casa. Y se acabó la fiesta ilusa, ficticia, engañosa, tal como la usaban los españoles para demostrarle a nuestros aborígenes que tenían libertad y que podían emborracharse y bailar durante los tres días del carnaval. El resto del año, esclavitud. Y tristeza.

viernes, 2 de enero de 2009

Gonzalo Correa, amigo

El 1 de enero de 2002 a las 10 de la mañana, Gonzalo Correa, mi amigo y vecino, estaba parado en la esquina de mi casa. Yo llegaba mareado de alguna fiesta de año nuevo. Caminaba con dolor en las plantas de los pies porque las ojotas plásticas no son buenas para pisar sobre piedras. Gonzalo estaba ahí, ruludo, morocho y flaco. Tenía sánguches de miga blanca en las manos y conversaba con Japi, otro vecino, bajo el sol y entre la humedad insoportable de Tucumán. Los saludé como pude, dije "changos" apenas, me ofrecieron comida y no la acepté, dí unos pasos más y saqué la llave del bolsillo.
Unas horas después tomé un bus hasta Mina Clavero, Córdoba, junto a seis amigos más. Eran las vacaciones de verano. Gonzalo había prometido que si podía iba a ir después, que esperaba conseguir alguien que lo llevara en auto o alguien que lo acompañara por la ruta para ir a dedo.
No llegó Gonzalo. Llegaron, sí, noticias suyas. Mi gran amigo Carlao, quien también había demorado su partida, llegó a Córdoba un martes. No se por qué putas estoy seguro de que era un martes. Tenía la mochila en la espalda y traza de haber dormido mal en el colectivo. Apareció mientras almorzábamos polenta. Alguien se quiso parar para saludarlo con un abrazo y una sonrisa. Él no dijo nada. Levanto la mano izquierda mostrando su palma, que temblaba lenta. Sus labios estaban pegados, apretados uno sobre otro. Y recuerdo la gota de sudor que le caía de la patilla. Y ahí vi la muerte en su cara. Porque la muerte, por lo menos los martes, tiene rostro. Mi amigo, valiente, dijo antes de que saludara:

-Pasó algo. Gonzalo Correa tuvo un accidente cuando venía para acá. Venía con El Chapa. Hicieron dedo, no se dónde, y el auto chocó. El Chapa está bien, está fuera de peligro. Gonzalito murió cuando lo llevaban al hospital. No les quise contar por teléfono.

Cuando volví a Tucumán fui a buscarlo a Nicolás Butti, uno de sus mejores amigos. Fuimos al bowling, pedimos cerveza, hablamos muy poco, casi nada, y después nos despedimos con un abrazo largo.
Lo lloré varias veces. Incluso creí verlo muy parecido a un compadre colombiano, Andrés Wiesner, en Cartagena de Indias. Se lo dije, le conté la historia y esa noche soñé con Gonzalo. Lo soñé en la esquina, en Houssay y Salk. La misma por la que pasé hace unas horas cuando venía borracho del festejo. No había sol esta mañana. Sólo unos perros marrones que se disputaban una bolsa de basura y un bocinazo perdido que llegaba desde la avenida Aconquija.