viernes, 24 de octubre de 2008

Mauri, el golpeador

Mauri pisa la lata de Quilmes y con el empeine del pie derecho la adelanta un metro. "Guacho, vos jugás conmigo", le dice a Tito, lo señala con el índice y se saca la remera. La deja sobre el piso, el cemento duro de la estación de Constitución. Un foco alumbra amarillo sobre los chicos -son niños- que están por empezar el partido en cuero con arcos de remera. Poca gente pasa por acá después de las 23, cuando no hay trenes que lleguen y el acceso al subte ha cerrado. Mauri saca hacia adelante y recibe un hombrazo del adversario que le quita la pelota.



Ataca el otro equipo. Es rápido el petiso del pantalón de la selección argentina. Corre con ganas, pura leche, y lleva la bocha al extremo derecho. La cuida con celos, mira para atrás por arriba de sus hombros y cuando Mauri, caliente, le cruza la pierna, no hace más que tocarla y correr de nuevo. Va solo derechito hacia el arco. Gol. Festeja como Riquelme, en silencio y con las manos en las orejas.

Mauri, que es alto y flaco, putea a Tito, el pibito del pelo amarillo que no es rubio. Le dice que es un pancho, que es un gil, que debería haber bajado. "El panchos sos vos, salame. Que te la quitó ese enano de mierda", le contesta de espaldas su amigo mientras va a buscar la latita.

Saca del medio Tito para Mauri, esta vez para atrás. Mauri se atolondra. No la domina. La pelota le huye, no quiere sus pies, intenta escapar de la misma manera que un gringa se le negaba a un porteño la otra noche. El tipo la quería abrazar y ella se escabullía, igual que la pelota. La escena terminó cuando apareció el enano maldito. ¡Pumba! un chutazo fuerte, a donde salga, y salió bien. 2-0 pierde Mauri. Explota de la bronca. Traga los mocos por la nariz y escupe al piso. "¿Ves que sos un pancho?", le dice Tito. "Callate, pelotudo".

El enano juega solo, no tiene compañero. Son dos contra uno. Tal vez por eso se calienta tanto Mauri. ¡Si hasta lo razguña en respuesta a un caño! La lata pasa limpia de un saltito entre las piernas. Y el flaco que se le notaban las costillas acude a un cobarde manotazo con uñas largas. El enano sonrie, encara sonriendo, lo hace a Tito sin amagar, le gana en velocidad, y la toca con estilo, no patea, la deja en el arco. "¡Qué bárbaro este enano de mierda!", dice desde el piso Mauri.

El partido terminó 12-5, claro a favor del enano, que se llevó consigo la latita de la victoria. La empujaba de a poquito por el suelo, entre los micros y la oscuridad marginal. El fútbol había terminado. Quedaba la calle.

martes, 14 de octubre de 2008

La Virgen de los desmayos

Vi a una mujer que toca los hombros de las personas y así logra desmayarlas. Dice que la Virgen María la acarició en esas manos. Y que ella, al tocarte, transmite su bondad. Y por eso uno cae rendido.
Me puse en la fila a esperar mi turno. El changuito que estaba atrás cayó desplomado, duro. Tenía unos 15 años y usaba una remera oscura. A sus costados había por lo menos 10 personas en el suelo. Parecían dormidas o, cuando se las miraba desde lejos, muertas en guerra luego de un fusilamiento. Me dio impresión fotografiarlas. No lo hice.
La mujer puso su palma en mi hombro izquierdo y la miré a los ojos, como se mira a alguien cuando se espera una respuesta importante. No caí, ni tampoco lloré. Muchos lo hacían, desconsolados. Había 20 mil personas y el número se repite todos los sábados allá en el norte argentino, en la provincia de Salta.
Mi compañero de viaje dice que los desmayos ocurren por sugestión. Si es así, ojalá que la sugestión también tenga el poder de curar aquel niño que intentaba caminar solito y se caía de boca de su silla de ruedas. Su padre lo detenía, lo abrazaba y le acomodaba la vicera de la gorra mientras sonreía. Y también al señor que cargaba al hombro a su tío, un chaqueño que apenas se mueve y no reacciona. Algo le pasó. Ni los médicos saben qué. Fue de un día para el otro. Estaba tan sano como cualquiera de nosotros y ahora ni siquiera puede acumular saliva en su boca.
Mi viejo suele repetir que la vida es frágil, tan frágil que uno puede desmayarse por la ilusión de vivir. O bien, morir sin saber por qué.