domingo, 27 de septiembre de 2009

No me bajés los brazos (o la historia triste de un peleador)

*Para Mili


Esa trompada directa le dejó sangre en la nariz, en los labios y en los dientes. Y eso no había sido -para nada- lo peor.

El niño que le encajó a Marcelo ese semejante gancho tenía apenas diez años, cuatro menos que él, y eso en el barrio Castillo, como en cualquier barrio que se precie de tal, es grave. El mocoso atrevido se cansó de que le dijeran "pailón", pese a que el adjetivo era correcto debido a las dos antenas parabólicas que tenía por orejas. Y entonces buscó al más alto de los Vagos Grandes del barrio, a Marcelo, y lo cruzó con un derechazo que lo hizo retroceder dos metros, tropezar contra el cordón y caer de culo al piso. Nadie se metió. Todos se quedaron con la boca abierta, hasta el mismo niño golpeador que, cuando Marcelo empezó a reaccionar, supo que era el momento de correr. Y corrió.

El bombazo es histórico. Algunos dicen que esa tarde insoportable y húmeda del 13 de enero de 1985 fue cuando se empezó a gestar el demonio que Juan Alberto "El Paila" Cativa llevaba en sus puños. Otros dicen que no es así, que ya desde jardín de infantes, en la escuela José Ignacio Thames, derribaba compañeritos de remeras rojas a rolete. Y que incluso fue él quien apuró las primeras caídas de dientes a por lo menos 8 chicos, según lo recuerda su maestra, la señorita Nani.

Flaco, peladito, de ojos tan pequeños que parecen siempre encandilados y con esos platos soperos a los costados de la cabeza, El Paila caminaba con cara de malo de lunes a viernes, de marzo a diciembre, desde su casa hasta la escuela. Cruzaba por el barrio Telefónico que recién empezaba a construirse, luego por el Viajantes, el único lugar donde El Paila no se hacía el jefe -porque ahí sí que hay Vagos polentas-, llegaba a la avenida y pateaba dos cuadras hacia la izquierda. Todo solito, derecho de hermano mayor, se supone.

No era mal chico, El Paila. Pero sus piñas caían mal a las señoras del barrio y hacían padecer a su mamá, La Paola, todas las mañanas cuando iba a comprarle el pan a don Nuñez, donde recibía queja tras queja de las otras madres. Doña Yola, por ejemplo, no dejaba a sus hijos Martín y Mariano que jugaran con él porque los incentivaba a que fueran a pelearse con los niños del barrio Telefónico.

Era fantástico, era una gacela, pegaba con convicción: golpes secos, fugaces y directos. No dejaba de mirar a los ojos a sus rivales ni siquiera cuando ya los tenía en el piso. Era el héroe de todos en la cuadra y pronto su fama de exitoso peleador callejero se fue expandiendo por las demás calles de tierra del barrio Castillo, entre los techos de chapa remendados con cajas de vino, entre las carretas y los caballos de los verduleros, entre La Gladis y El Príncipe Ariel, que aún hoy siguen sonando por esos parlantes gigantescos y ostentosos, pero de pésima calidad.

El Paila dejó la escuela cuando el peso empezó a devaluarse y el dólar se infló, se hiper infló. La Educación Cívica garantizaba el derecho a comer, pero no daba de comer. Así que salió a buscar laburo. No encontró un carajo, y entonces se concentró en lo único que sabía hacer: pegarle a la gente.

La primera vez que El Paila Cativa subió a pelear un ring de box ni siquiera le había pegado a la bolsa. No tenía ni la más puta idea de cómo vendarse las manos y los guantes que le prestaron, por más que le fascinaba el rojo cuando los miraba, le parecían incómodos. "Ute digame cuando tengo que empezá nomá", le dijo al referí. Sonó la campana y El Paila salió como un tren, le clavó cuatro derechazos seguidos al flaco escuálido que tenía delante suyo y lo tumbó en 17 segundos. Así se le pega a un hombre. No había público en Unión Aconquija esa tarde. Una lástima: muy pocos vieron el nacimiento profesional del único héroe que tuvo el barrio Castillo.

El entrenador del gimnasio, Braulio Algañaraz, al ver su estado salvaje lo invitó a ir gratis al gym, a cambio de que acomodara las pesas todos los días.


Su segunda pelea duró 24 segundos. Fue contra el Ezequiel "El Zurdo" Gallo, uno que se la daba de bravo, de la zona de La Rinconada y que los viernes después de pelear iba a tomar cerveza a la Plaza Vieja hasta que terminaba a los bollos contra alguien.

El Zurdo entró confiado, le bailó dos veces, para atrás, para adelante, para atrás, para adelante, se fue, volvió, amagó, cruzó el hombro y de repente recibió un bombazo que lo dejó abrazado a las cuerdas durante 6 segundos. Sólo por eso la pelea duró 24, si no la demoraba ahí acababa antes. Y esa noche, El Zurdo, no fue a la Plaza Vieja. Juan Alberto "El Paila" Cativa lo mandó de una sola piña al hospital Carrillo. Y lo dejó internado tres días.

La voz empezó a correrse en el barrio Castillo. El Paila, ya ahora boxeador, no peleaba más a la salida de los bailes, ni se desvelaba. Tenía un récord envidiable, único en el ring de Unión Aconquija: 24 ganadas, todas por K.O. Era imbatible, una bestia. Y el boxeo, que jamás alguien le había dado bolilla en el barrio, pasó a ser el deporte que los chicos jugaban en la esquina y que los grandes comentaban mientras esperaban el Zona Norte.

Cada vez que El Paila peleaba se movilizaba el barrio. Llenaban las gradas, las 40 localidades de Unión Aconquija, y empezaban a corearlo antes de que subiera al ring. Ningún boxeador tucumano había recibido tanto apoyo hasta ese entonces. Y Cativa sentía que empezaba a comerse el mundo, la noche del 14 de agosto de 1992, cuando al salir victorioso de una pelea recibió una cifra de dos ceros.

El 16 de agosto de ese año, en el faldón de la página 6 del suplemento de Deportes de La Gaceta, el periodista Edmundo Barrionuevo escribió un artículo sobre aquella noche. Lo tituló, a dos líneas: "El "Paila" Cativa, el nuevo tifón de Yerba Buena". Ese recorte permanecería en el living de la familia junto una imagen de la Virgen de Lourdes y un Gauchito Gil de plástico.

Todos en el barrio hablaban de él. Las madres le besaban los puños cuando se lo cruzaban y les pedían que saludara a su hijito con un abrazo. Los padres le gritaban "¡campión!" y sus amigos sacaban chapa en el Fantástico de Yerba Buena con el recorte del diario en la billetera. La Paola, su madre, decía orgullosa que su hijo era deportista y que trabajaba en un gimnasio, aunque omitía decir que por esto último aún no le pagaban.

Entrenaba duro El Paila. Todo el día en Gimnasio se la pasaba, feliz. Era la esperanza del barrio Castillo; era el barrio Castillo hecho esperanza. Y un día le pegó a la grande.

Un Renault 9 rojo, flamante, entró por la calle principal y se estacionó una cuadra antes de la casa de los Cativa. Se bajó un hombre panzón de antejos oscuros grandes, de esos que usaban los policías motorizados de Cops. Preguntó por El Paila y, cuando le dijeron que vivía en la otra cuadra, dejó el auto ahí y avanzó a pie, sonriendo y saludando con tono aporteñando.

-Mire, señora, no le voy a mentir. Es sólo una oportunidad, pero además hay un futuro enorme para su hijo. Tiene unos puños de acero ese chico y pega con el corazón- dijo el gordo a La Paola, que vestía un pañuelo en la cabeza y el delantal de cocina engrasado. El Paila escuchaba sentado en la mesa sin decir nada, boludeando con un muñequito de Rambo de uno de sus cuatro hermanitos menores.

Dos semanas después El Paila tomó su mochila azul y se fue a esperar el Zona Norte que lo llevó a la Terminal. A la parada, a despedirlo, fue casi toda la cuadra. Nunca antes había habido tanta gente junta en esa esquina, ni siquiera en Navidad, cuando después de las 12 se sacaba la mesa a la calle y se la juntaba con la de los vecinos.

El Paila se acordó de una de esas Navidades en el barrio y le cayó una lágrima al pensar que tal vez no volvería más. Todos sintieron su partida. Y lo animaban a seguir adelante con sus trompadas.

La primera pelea del Paila en Buenos Aires fue televisada. Fue un sábado a la tarde, era la previa de una más importante. Y la transmisión iba en vivo por TyC. Ocurrió tan solo tres días luego de que partió.

Todo el barrio Castillo se reunió detrás del televisor de don Núñez, el quiosquero, uno de los pocos que tenía cable. Ahí estaba la madre vestida igual que el día que cedió su hijo al porteño. Estaban todos. Los Vagos Grandes habían arrancado a tomar vino la noche anterior, la vigilia de la pelea. Los chicos esa mañana construyeron una bolsa para pegar, rellenada con bolsas plásticas que pidieron en el supermercado Disco de avenida Aconquija y Las Lilas. Las mujeres rezaban. Y El Paila se persignaba arrodillado en un rincón de ring. Hubo un solo grito en el barrio cuando la cámara lo tomó. "Mucha suerte mijito" dijo para sí misma La Paola.

El Paila
entró hecho un demonio, saltaba de un rincón a otro, dando golpes al aire. Se le veía sed en ojos. Quería devorárselo. Su rival era un cordobés, Miguel "El Mono" Coquino. Sonó la campana y el tucumano avanzó con rudeza tucumana. Tiró su primera piña y nada. No podía entrar. Lo buscaba con un lado y El Mono Conquino se defendía y cuando podía atacaba. Fueron parejos el primer, el segundo y el tercer raund. El cuarto no.

El Mono llevó a un rincón al Paila y empezó a darle. Le hizo sangrar una ceja. Y el rostro del tucumano empezó a desfigurarse, no sólo por los golpes. La impotencia empezó a preocuparlo. "¿Qué me estará pasando que no lo puedo parar?", se preguntaba mientas el cordobés volcaba un camión de piñas sobre su cuerpo. "¿Qué pensará mi barrio, qué pensará? ¿Qué pensará mi madre?", era lo único que se le cruzaba por la cabeza, hasta que cerró los ojos y cayó al piso. Ni siquiera escuchó contar al árbitro. Alguien apagó la tele antes de que empezara el nuevo combate. El barrio Castillo lloraba la derrota de su campeón.

A la semana siguiente El Paila Cativa volvió. Esperó por unos meses que el señor del auto lo fuera a buscar de nuevo, como le había prometido. Luego le preguntó a Braulio Algañaraz si podía volver a acomodar las pesas en su gimnasio.


*Para Mili, por llorar cuando escucha Cachito Campeón de Corrientes, canción de León Giego que inspiró este cuento.