martes, 14 de abril de 2009

Amar al mediodía

Su apellido no lo recuerdo, pero su nombre es Eva. Un día llegó junto a mi papá mientras almorzábamos. Habrá sido a principios de los 90, superada la híper inflación, supongo. En mi casa se cocinaba el pan durante aquellos días de crisis. Así que calculo que no había dinero para pagar a una empleada doméstica hasta que la economía argentina se restableciera.
Eva dormía de lunes a viernes en un sillón rojo que tenía que convertir en cama cada vez que llegaba la noche. Su habitación era el lavadero de la casa del barrio Viajantes. Soñaba a la par del termotanque, junto a la pequeña llama del piloto encendido, pequeña pero inagotable. Al despertar, tenía que re acomodar el sillón, pues no le quedaba lugar para fregar las zapatillas o enjugar dentro de un balde las prendas de la familia Noli.
Los sábados por la mañana volvía a La Florida, uno de esos pueblos que nació y murió junto a los ingenios tucumanos. Mi viejo terminó el rotatorio de medicina por aquellos lares, ahí la conoció y supo que quería trabajar. Ella tenía, cuanto mucho, 20 años.
¿En qué momento puede enamorarse alguien que trabaja 24 horas al día de lunes a viernes? No lo se. Eva lo encontró. O tal vez él la encontró a ella.

-¿Ta la Eva?, preguntaba cada mediodía el sodero de Sigüenza, si es que la Eva no había abierto la puerta y llegado con la libreta en mano.

Algunas veces podía demorarse al pintarse las uñas. O tal vez era histeriqueo. Las mujeres gozan cuando las reclaman, cuando las piden. Y entonces, una vez evocada, aparecía sonriente con dos sifones vacíos.
Las celosías grises de mi habitación tenían pestañas débiles. Y si uno las presionaba hacia abajo podía ver lo que ocurría del otro lado de la ventana, a la par de la puerta, donde se concretaba la operación de cambios de sifones más larga de la historia de este país.
Con mis siete años, los espié un par de veces por la ranura. Recuerdo que era morocho, que usaba una camisa azul, que hablaba bajito, que apenas mostraba los dientes y que cuando se despedían recibía un papel de las manos de Eva, y que ese papel, blanco y doblado con prolijidad, iba directo al bolsillo izquierdo de su camisa, sobre el corazón.
Se miraban sin hablar. Una vez Eva le dijo algo, no escuché qué, sólo su seseo, y luego se acorrucó en el pecho del sodero. Le puso la mano sobre el bolsillo del papel y sonrieron.
Eva, al entrar a la casa, acomodaba los sifones llenos cantando. Tarareaba. Y la canción le duraba mientras planchaba frente al televisor, con la novela de la siesta encendida.
Habrán sido dos o tres años así. Todos los mediodías después de comer. Hasta que no aguantaron más.
La tarde que se fue, después de 9 años de haber vivido en mi casa, mi viejo aprovechó para darme mi primera lección de geografía porteña. Me explicó que Liniers, donde se iba la Eva, era un barrio de la Capital Federal.
El lunes siguiente apareció un sodero que andaba apurado y con la lapicera en la oreja. Jamás volvimos a saber de Eva. Aunque apuesto que ahora duerme abrazada y en una cama doble.