domingo, 2 de agosto de 2009

El fantástico, fatal y primer salto de Fioro

*Cuento inspirado en La luna y la cabra, de Andrés Ciro Martínez.

Hace unos 9.000 años, en unos de los picos más altos de la Quebrada de Humahuaca, nació Fioro, quizás la cabra macho con las patas más débiles, improlijas y delgadas que se había visto en la tierra hasta ese entonces.
Fioro tropezaba en las piedras donde las demás cabras aprendían a saltar. Le temblaban las patas de solo caminar. Y eso que lo hacía con la calma que se mueve la aguja chica del reloj, mientras las demás brincaban al ritmo del segundero.
Las veía ir y venir. Cruzaban el río sin mojarse porque saltaban de una piedra a otra. Trepaban la montaña con firmeza y seguridad; se detenían donde querían, pastaban y hasta se daban al lujo de jugar entre ellas. Fioro, desde lo más bajo que puede tener la majestuosa altura de la Quebrada, no había empezado su paso siquiera.
No sentía envidia de las demás porque los animales no son cobardes como lo hombres. Sentía algo que le faltaba. Se miraba las patas escuálidas e intentaba entenderlas. Quería conocer su debilidad.
Una noche tropezó y se hirió la pata izquierda. Quedó en el suelo solo, justo donde ahora está marcado el Segundo Calvario, el descanso para los peregrinos que van a buscar desde Tumbaya a la virgen de Punta Corral, en una caminata de 20 horas.
El destello de la luna hacía sombras. En medio de la noche helada, la silueta oscura de las copas de los árboles se movía sobre el río. Los cuernos de Fioro, anudados y vueltos para atrás, parecían interminables porque la sombra era larga y también acababa sobre el río.
Fioro pensaba que se moría. La sangre le empapó el pecho y al no poder moverse sería presa fácil. La luna, que esa noche andaba aburrida, quiso saber el destino de la cabra. Y empezó a mirarla.
Fioro agonizaba. Sus pensamientos no eran en vano. La pata ya no era pata, era un trapo húmedo. Cerró los ojos y empezó a soñar.
Fue un solo salto el que dio hasta llegar a la luna. Un salto magistral. Así como alguna vez el amor le prestó las alas a Romeo Montesco y por ello sufrió el destierro, la luna jugó con la gravedad y pudo atraer a Fioro hasta ella.
La cabra se enamoró de su salto. Fueron casi tres horas de vuelo, donde en todos los segundos sentía que el impulso se renovaba. Habrán sido los brinquitos que nunca había podido dar, pero todos juntos, uno tras otro. La tierra se alejaba con prisa, quedaba atrás, y Fioro saltaba sobre sus saltos una y otra vez, 10.237 veces en total. Eran impulsos rectos, veloces y extensos que no caían jamás, el sueño de toda cabra saltadora.
Al pisar la luna también se enamoró de ella por haberlo hecho feliz. La cabra entendió que el amor es dar. Y esa misma noche la besó, pese a que la luna le advirtió que el sol la había condenado a estar en soledad, y que por esto todas las noches debía escaparse cuando él apareciera.
Fioro no le hizo caso. La besó hasta que llegó el amanecer quebradeño, porque los placeres no deben escuchar negativos. Y el sol los vio. La luna empezó a irse lenta, como lo hacía siempre, mientras los furiosos rayos hacían arder los cuernos de Fioro, luego su cabeza, su cuerpo y por último sus patas. Y allí, en ese momento, la cabra se hizo miel para su luna plateada.
En el Segundo Calvario está aún la piedra que le costó la vida Fioro. Y no he visto en ninguna parte del mundo que la luna alumbre tanto como lo hace en esa senda. Quizás usa tanta iluminación para encontrar a hombres y animales heridos y regalarles allí el sueño de sus vidas.