domingo, 28 de septiembre de 2008

Sangre en los ojos

La última crónica que escribí sobre la muerte es una historia atroz. La soné cuatro noches seguidas y en todas estas me desperté sin aliento. Viajé a Tucumán para preguntar cómo fue el crímen más impactante de las últimas décacas en la provincia, el de Pablo Amín. Este es mi reportaje.


Sangre en los ojos

Por Pedro Noli

Alguien grita en el quinto piso. En la recepción, en plata baja, creen oír algo, pero el hotel más lujoso de San Miguel de Tucumán está frente a un oscuro parque y por las noches, siempre, ruidos extraños interrumpen la calma. El guardia y el recepcionista se miran otra vez. Se percatan de que no han oído un alarido colado por una ventana abierta; es una voz gruesa y pesada que se acerca. Se acerca con ecos de pasillos: "¡Mandame el ascensor, el ascensor!". La señal lumínica indica que alguien lo llamó del quinto piso. Y vuelve el grito desesperado. El recepcionista da un paso largo, corre por la escalera y se detiene de repente, en el descanso entre el primer y el segundo piso. Ve algo. Se queda inmóvil, petrificado, con el espanto de quien ha visto aquello que no se puede contar porque recordarlo carcome el cerebro. Hay un hombre desnudo -de dos metros de alto y 120 kilos- sentado en la espalda de una mujer acostada en el suelo, también desnuda. Rubia y desnuda. La agarra del pelo y estampa su cabeza contra el suelo, que ya es un charco de sangre. Lo hace una y otra vez. La mujer no dice nada. Sólo sangra. El camino rojo viene del piso de arriba; la arrastró por las escaleras. El recepcionista está espantado. Acaba de ver el rostro de ella: no tiene los ojos. Hay dos agujeros negros donde deberían estar las esferas blancas con círculos azules. Por ahí, ahora, chorrea sangre. El hombre mira al recepcionista y le grita: "¡El ascensor que la maté, maté a mi mujer!" Y otra vez la golpea contra el piso. El empleado del hotel cierra los ojos y corre al teléfono.



Aquello pasó en la madrugada del domingo 28 de octubre, la noche del sábado. Horas después, mientras los tucumanos votaban para elegir presidente, el comentario de los ojos arrancados no faltó en ninguna de las mesas electorales. Los policías que trabajaron en el comicio repartieron la noticia antes de que salga en los diarios. Y se difundió con la rapidez que saltan los chismes en las ciudades en las que todos tienen, por lo menos, un conocido en común. Todos querían saber quién es el brutal asesino y por qué lo había hecho. Preguntaban, también, si había logrado escapar después su atroz crimen.

El día del asesinato, la pareja había llegado de La Banda, Santiago del Estero, a 200 kilómetros al sur de la capital tucumana. Ambos nacieron y se criaron ahí. Él, Pablo Antonio Amín, de 24 años. Exitoso vendedor y consumidor del polvo dietético Herbalife. Ganaba unos 7.000 pesos al mes. Robusto, gigante y morocho. Manejaba un Citroen C3, con calcos de la firma que lo había hecho adelgazar 40 kilos en cuatro meses, en 2005. Pesaba, entonces, 160 kilos. Desde que adelgazó, su vida giró en torno al producto adelgazante y tonificante. Ella, María Marta Arias. Le decían "Martita". Estudiante de tercer año de Ciencias Económicas, callada y discreta. Pablo no había gustado a sus hermanos, pero no les prestó atención. Se conocieron de chicos, cuando cursaban Inglés, y tres meses antes del crimen se habían casado.


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Ese sábado empezó con Pablo y sus puños en alto, al mediodía en una vereda céntrica tucumana, invitando a pelear a un vendedor de Herbalife que ni siquiera tenía frente a sus ojos. Ese mediodía disertó en una conferencia en el hotel Tucumán Center, en el corazón de la ciudad. Habló sobre la preparación de un licuado de Herbalife y notaron que transpiraba mucho. Hacía calor. Y si el calor tucumano es insoportable por lo húmedo, más lo será para un hombre que mide dos metros, que es gordo y tiene tendencia a engordar, que usa un pantalón de vestir oscuro, que se mueve a los gritos de una punta a la otra y que quiere pelearse con un vendedor de la misma empresa. Aquel mediodía, Amín retó a las piñas a Luis Bader, de quien sospechaba que quería robarle clientes. La vereda oeste de 25 de Mayo al 500 fue el ring que sólo tuvo al gigante con las manos arriba, pidiendo por un ausente Bader, hasta que llegó su mujer María Marta y lo tranquilizó. Bader no estuvo con Amín en la calle, ni el salón.

Los vieron irse por esa vereda angosta, entre los vendedores de películas piratas y la gente que se bajaba a la calle para poder avanzar. Él iba adelante, apurado y ella atrás a pasos largos, tironéandole la camisa. Buscaron su auto. Luego dejaron el vehículo en una estación de servicio, y según Amín, en su declaración judicial, a partir de ese momento empezó a escuchar una voz interior que decía que alguien lo quería matar. Era femenina: "Pablo, corré que te van a matar". Huyeron, entonces, de esas amenazas virtuales durante más de dos horas, en taxis y colectivos, pero terminaron a tres cuadras donde habían empezado, en la Iglesia Catedral, frente a la plaza Independencia. Un recorrido incoherente.

La Catedral estaba bulliciosa por los llantos de los bebes que esperaban el bautismo, en la misa de las 17. Pablo y María Marta entraron apurados, quizás para callar esa voz asesina que los perseguía, quizás para simular locura y tener testigos fieles. Se pusieron primeros en la fila. No respetaron la cola.


-Padre, bautícenos-, pidió Amín. Y el párroco José Navarro le indicó que se corriera, que esperara al costado.

-Padre, necesito que nos bautice-, repitió y le hizo señas al fotógrafo que esperaba el turno de uno de sus clientes.


El Padre, sorprendido por aquella intromisión, le tocó el rostro y el fotógrafo Fabian Amante disparó en el momento justo. Luego los buscó para venderles la imagen, pero no los encontró. Esa foto la compró el diario El Siglo por $50, tres días después. "Se que valía mucho más, pero bueno, agarré la primera oferta", se lamenta Amante, ahora que sabe fue la última foto con vida de la víctima del crimen más escalofriante que tuvo la provincia.

Antes de salir de la catedral, Pablo Amín tomó un trago de agua bendita. "Tenía prisa y los ojos perdidos. Su mujer lloraba", recuerda el padre que ahora es párroco en el sur de la ciudad, donde las calles son de tierra y en el verano hay que abandonar las casas por las inundaciones. Por ahí vive la niña tucumana más famosa, Barbarita Flores, que fue el icono de la desnutrición nacional en 2001.

Pablo y María Marta se separaron cuando salieron de la Catedral. Ella se asustó por el extraño comportamiento de su marido y fue a buscar a sus amigos. Él quedó sólo y, en la Plaza Independencia, le pidió a un agente que lo arreste. Éste se sorprendió y llamó al móvil. Amín subió tranquilo y entró a la comisaría pidiendo agua. Le dieron un vaso y después se tiró al piso, a tomar del caño. LLegó su amigo Walter Cancino, otro santigueño que también trabaja en Herbalife y quien decidiría, después, que se alojarían en el hotel del crímen. Pero Pablo casi no le prestó atención. Le pidió que le acercara un tacho de Herbalife y empezó a ofrecerles el producto a los policías de la guardia, mientras esperaba la llegada del comisario. Los agentes recuerdan sus palabras: "Yo bajé con estos batidos 40 kilos. En casa lo tomamos todos, mi mamá, mi mujer". Fueron los primeros en bautizarlo "el loco Amín". Y hombre así seguía, mientras María Marta esperaba en la vereda sin entender qué le pasaba su marido.

-Jefe, déjeme acá. Enciérreme-, le pidió Pablo al comisario Ibáñez.

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La noche ya había caído en Tucumán. Walter, el amigo de la pareja, se alojaba con su mujer en el hotel Catalinas Park, propiedad de Catalina Lonac, cónsul croata y mujer de Jorge Rochia Ferro, quizás los empresarios más poderosos de la provincia. Tienen ingenios, estaciones de servicios y en los últimos años se concentraron en la actividad hotelera. Compraron el Grand Hotel de Tucumán, lo refaccionaron y le cambiaron el nombre. En la calle es "el Catalina".

El Catalina está en la Avenida Soldatti 340, frente al Parque 9 de Julio, un espacio verde que por las noches se vuelve oscuro. En sus calles internas se ofrecen las prostitutas, escondidas bajo los inmensos lapachos y sauces llorones. La fachada del hotel está iluminada desde abajo, lo que lo hace alto, majestuoso y elegante. El bar, en planta baja, hay un piano que brilla y cuadros costosos de artistas desconocidos, -seguro- amigos de los dueños. Ahí conversaron la noche del sábado, Walter Cancino y su mujer, sobre lo extraño que había actuado Pablo.

Amín y su mujer se registraron en el hotel a las 00.17 del domingo, consta en la planilla de la recepción. En la comisaría no lo quisieron encerrar y lo mandaron a un hospital. Luego fueron al hotel. Saludaron en el bar, y los vieron subir en el ascensor tomados de la mano hasta que se cerró la puerta. La única persona que sabe exactamente qué pasó de ahí en más es Pablo Amín. Y según su declaración en la Justicia, llegaron los dos a la habitación 514. María Marta se quitó su pollera corta y su remera verde, dobló las prendas y las dejó sobre la silla. Pablo se sacó el pantalón oscuro y la camisa transpirada. Se acostaron desnudos, sin hablar, hasta que ella le dio la espalda en la cama.

Pablo:- ¿Por qué no fuiste a verme cuando estaba en la comisaría?
María Marta: - Walter me dijo que estabas enojado conmigo.
Pablo: -Mentira... ¿Por qué demoraron tanto en ir a buscarme al hospital?
María Marta: -Porque te queríamos internar, Pablo.

El hombre, entonces, se enfureció. Montó sus 120 kilos sobre el pecho de María Marta y comenzó a ahorcarla con las dos manos. "Lo hice con toda mi fuerza", declaró ante el juez. Los huéspedes de las habitaciones cercanas no escucharon gritos. O por lo menos eso dijeron. El televisor y el aire acondicionado de la 514 estaban encendidos, y Pablo Amín asfixiaba a su mujer sobre la cama. María Marta quedó muda, desmayada. Entonces, Amín, tomó un elemento cortante y con precisión de cirujano, cortó el perímetro del globo ocular derecho y, con cuidado de no dañarlo, lo tomó con los dedos y lo arrancó. Lo mismo hizo con el izquierdo y después los acomodó sobre la cama, uno a la par de otro. Quedaron así hasta que los encontró la policía. Luego, introdujo la punta filosa en la vagina de su mujer y giró la muñeca para un lado. Después para el otro. Una y otra vez. Cortó un pedazo de carne de dos centímetros que quedó tirado sobre la alfombra. Le hizo tajos en el ano y después en las mejillas, donde 15 minutos antes, cuando subían al ascensor, le había dado un beso.

Amín apareció desnudo en el pasillo del quinto piso, con su mujer en el suelo. Se acercó al ascensor y apretó el botón. Luego fue a la habitación 513 y golpeó violentamente la puerta. Dejó manchas de sangre. De ahí arrastró el cuerpo hasta la escalera y la tiró por el hueco. En el cuarto piso dejó una mancha grande, al caer y salpicar sangre. Ahí la volvió a tomar del pelo y la arrastró hasta el descanso entre el primer y el segundo piso, mientras pedía a gritos el ascensor.

Ahí llegó el recepcionista Sergio Nuñez. Y se espantó cuando lo vio. Cuando reaccionó bajó a llamar a la policía, que no demoró más de tres minutos. Y cuando subieron de nuevo seguía el cadáver de la mujer en el suelo, pero Pablo, ahora, la pateaba con bronca. "Tirate al piso", le exigió el policía. Amín lo miró desde sus dos metros, desnudo, ensangrentado, agitado. A sus pies estaba el cuerpo destrozado de María Marta. "¡Tirate al piso, mierda!", repitió el policía y sacó el arma. Y Amín se puso de espaldas, se arrodilló y luego se tiró al piso. Pabló, entonces gritó, desde el suelo: "¡Quiero agua tengo el anillo en la garganta! ¡Quiero agua! ¡Esto fue emoción violenta, estoy loco! El ascensor... ¡el ascensor no andaba!". Los estudios médicos determinaron que a Amín que tenía un elemento circular en el estómago.


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Las fotos que tomó la policía criminalística en la escena del crimen son horrosas. En la número 8 hay un mujer desnuda tirada en el descanso del primer piso. Tiene la bombacha rota, fuera de lugar, subida, cerca de los pechos. Hay sangre en la vagina. La número 16 es un primer plano de la víctima. Una mano sostiene la cabeza y una macha de oscura nace donde deberían estar sus ojos. Desde la número 26 hasta la 56 las imágenes registran los puntos donde hubo sangre en la escalera. En el cuarto piso hay una marca más grande que las demás. Hay sangre en el botón del ascensor del quinto piso. Hay sangre en la puerta de la habitación 513. Y hay mucha sangre en el acceso a la habitación 514. La fotografía número 72 muestra a dos globos oculares, uno a la par de otro, sobre la sábana blanca. "Unos huéspedes que habían llegado a filmar un documental se acercaron de casualidad. Uno empezó a vomitar y dijeron que se iban del hotel", recuerda el policía Ibañez, quien estuvo esa noche mientras tomaban las fotografías.

El arma con que le arrancó los ojos nunca apareció. Los investigadores dicen que no la pudo haber tirado por el inodoro porque no encontraron sangre en el baño. Si la arrojó por la ventana, lo hizo desde la cama y la policía no la halló donde debería haber caído. El abogado de la víctima sospecha que la podría haber entregado a los huépedes de la habitación 513, que eran amigos de Amín. Ellos dijeron que no escucharon nada.

En los minutos que estuvo en el hospital, luego de estar en la comisaría, Pablo hizo un escándalo al caerse y derribar un modular con elementos quirúrgicos, según el abogado de la familia de la víctima. Y ese dato sería clave en la investigación del crimen. El hombre habría robado de ahí un bisturí. El médico le dijo que estaba bien, que necesitaba dormir. Así que Amín se quedó custodiado por la policía hasta que llegó su mujer, una hora después. Cuando se encontraron Pablo estaba tranquilo. Le dijo: "Ya te voy a explicar por qué me puse así". Lo escuchó Ibañez.


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Cada vez que llega un Presidente a Tucumán, el Gobierno provincial se encarga de sacudirle el polvo a la ciudad. Pintan las calles, izan banderas y cambian los focos quemados. Pasó, otra vez, en la última cumbre del Mercosur, que empezó el 30 de junio pasado. Siete presidentes sudamericanos debatieron en la provincia pintada para la ocasión. Y se alojaron en el hotel Catalinas Park, donde ocho meses antes había ocurrido la noche sangrienta. A Hugo Chávez lo mandaron al quinto piso. Y una de las dos habitaciones que ocupó fue la 514, ahí, donde Pablo Amín le sacó cuidadosamente los ojos a su mujer, mientras aún vivía. "Chávez nunca se enteró dónde había estado. Nosotros nos quedamos calladitos. Bah, como siempre. En el hotel no se habla del crimen. Hay empleados que vieron esa noche a Amín y quedaron bloqueados. No les sale ni una palabra cuando se le pregunta. Y menos iban a comentarlo delante de los venezolanos", cuenta una empleada que pide el anonimato. Para la llegada presidencial cambiaron la alfombra de la habitación.

Han pasado diez meses del crimen del Catalinas Park, y acá, en bar del hotel, nadie quiere hablar en voz alta de aquella noche. El repecionista que vio a la mujer sin los ojos, se asusta cuando se le pregunta del caso. Dice que ahora no contestará, que lo hará otro día, que le tiene que preguntar al gerente. Y se va.

En la habitación 514 se aloja una pareja de porteños, que se hospedó con total naturalidad. Sigue el mismo televisor, el aire acondicionado y los empleados que hablan lejos del hotel dudan si es la misma cama.

El mozo trae un café y de fondo se escucha a un inglés que intenta hablar español fluido y no puede. Llega el abogado de Amín, Marcelo Flores. Su cliente ahora está encerrado junto a los 25 delincuentes más peligrosos de la provincia, en la unidad número 9 de Máxima Seguridad, en el Penal de Villa Urquiza. Luego del crimen, lo llevaron al hospital psiquiátrico Obarrio, donde leía la biblia y dormía encerrado cuando tenía ataques violentos. Estuvo ahí hasta hace seis meses cuando la justicia decidió que debían llevarlo a una cárcel común.

"Lo tienen como a Hannibal Lecter", dice Flores, que también pugna por la libertad de la mayoría de los homicidas y violadores que salen en los diarios. Su estrategia, ahora, es demostrar que Pablo Amín está loco. Pero la junta médica determinó que no lo está. "Nosotros exigimos un nuevo análisis. No se tomaron en cuenta los actos incohentes que hizo Pablo antes del crimen. Además la junta médica está integrada por mujeres y se impresionaron por la violencia del caso. Y otra cosa: cargan con la piedra de la condena social. Y es más fácil determinar que estaba bien, que es un asesino y no un loco. No es así. Pablo actuó fuera de sí. Es inimputable".

La otra parte del juicio: el abogado de la familia de María Marta se llama Mario Leiva. Argumenta que Pablo Amín jamás pudo haber actuado en "emoción violenta" por la manera en que sucedió el crímen. "Se hizo pasar por loco, pero contrariamente se acordaba todo lo que había hecho con lujo de detalle. Una persona que actúa fuera de sí, como un loco, no tiene la habilidad para marcarle los ojos como un cirujano experto y luego arrancarlos sin dañarlos", asegura Leiva.

Ambos penalistas tienen su estudio jurídico en el mismo edificio. Es más, son vecinos del tercer piso. El juicio aún no tiene fecha de inicio y Leiva parece llevar la delantera. "Ya lo caminó", dice el portero de la torre que alberga sólo a abogados y está detrás de los tribunales tucumanos.

Según Leiva, Amín tendría celos de Walter Cancino y ese día su bronca se habría potenciado. También dice que tenía planeado matarla ese día. Y que por eso montó un siniestro plan de asesinato: un simulacro de locura para quedar impune ante la justicia, y así poder acribillarla con odio.

Y hay un dato que potencia su teoría: En las casillas de correo de los periodistas tucumanos hay fotos de María Marta desnuda, posando sexi para la cámara sobre una cama. Llegaron a los medios luego del crímen, pero nunca fueron publicadas. No faltó el reportero que indicó que Amín se habría enterado que María Marta hizo circular esas imágenes entre sus amigos, y por eso quiso vengarse.

Otros están convencidos de que no es así, que la historia es otra. Afirman que el extraño comportamiento de Pablo en las horas previas y durante el crimen, fueron las reacciones naturales de un desquisiado mental que mata, tortura, destroza, pero luego no lo recuerda. Amín jamás dijo que él le sacó los ojos, dice que su cabeza omite ese acto. Sí, afirmó, en cambio, que la ahorcó.

Poco importa ya todo esto en el hotel. Su nombre quedó manchado sólo para los tucumanos. Y los dueños quieren que se mantenga así. Por eso, tal vez, desistieron de la idea de derribar la habitación 514, y darle más espacio a la 513. En el pasillo iba a faltar un número. Seguro más de un turista curioso habría preguntado por qué. Y alguien de la ciudad tendría pie para contarle dónde empezó terrible historia de Pablo Amín y de los ojos azules de María Marta Arias. La 514 ahí está, intacta, con el televisor encendido y la cama doble tendida.

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(Producción para el Seminario Revista de la Maestría en Periodismo de Clarín)

miércoles, 24 de septiembre de 2008

El último viaje de un desconocido

(El recuerdo más reciente de las veces vi la muerte)

Plaza Constitución, Buenos Aires. Sábado 13 de Septiembre de 2008. Una noche fresca. Un hombre intenta subirse a un colectivo de la línea 168 y el chofer arranca cuando tenía un pie en el aire. El hombre, que es gordo y no llega a los 50 años, cae al piso. Y desde arriba del micro se siente cómo lo aplasta. Fueron las ruedas traseras y pareció que pasamos un lomo de burro.
Tan insignificante puede ser la vida de un desconocido que el policía imbécil que llegó al lugar dijo: "Este estaba borracho. Tiene olor a vino, aún".

miércoles, 17 de septiembre de 2008

El triste corazón de Marcos

-(Recuerdo de las veces que vi la muerte)

La mujer anciana llora en uno de los bancos de la sala de transplante del Centro Privado de Cardiología, un tarde de sábado del año pasado, en Tucumán. Pide un vaso de agua, y he decidido no preguntarle nada. He decidido volver a la redacción sin un entrecomillado de ella. He decidido sentarme a unos metros y mirar.
Llega la hija. Sólo así llora una hija que ha perdido el padre. Un alarido largo, un "¿Por qué?" que nace en el dolor y muere en el silencio.
Llega el hijo. Se aguanta las lágrimas hasta que termina de marcar el número de su hermano. "No aguantó el viejo", le dice. Empieza a agitarse y repite, murmura: "no aguantó".
Había llegado el médico. Siempre quise saber cómo comunicaba una noticia así. Sólo dijo "no" y bajó la cabeza.
El hombre que murió se llamaba Marcos y caminaba todos los días por Simoca. Tenía 64 años y el corazón dañado. La noche anterior un joven de 18 años y el mismo grupo sanguíneo había chocado y muerto en Salta. Su familia decidió donar el órgano. Don Marcos lo aceptó. Y esa tarde murió.

domingo, 14 de septiembre de 2008

La niña del delantal blanco

(Recuerdo de las veces que vi la muerte)

Todos los meses que había clases, entre los días 5 y 10, los estudiantes primarios de Yerba Buena salían de la escuela y se dirigían a la central de la empresa de colectivos para renovar su abono escolar.
Cada uno iba a la suya. Yo tomaba el 102 Zona Norte, que pasaba por la esquina de mi casa, en el barrio Viajantes, y me dejaba a dos cuadras del colegio San Javier. Entonces, tenía que renovarlo en una oficina de El Camino del Perú, una avenida de dos manos, acompañada por un canal de cemento, profundo y ancho, pero peligroso e inmudable los días de tormenta. Del otro lado empezaba, y aún empieza, San Miguel de Tucumán.
Aquella tarde no llovía. Sí, recuedo, hacía calor; el calor tucumano pesado que anuncia un violento aguacero por la noche. Era noviembre de 1994. Aunque del mes puedo dudar, del año estoy seguro: llevaba una mochila del mundial de fútbol que se había disputado meses atrás en Estados Unidos. Ahí dentro mi mamá me había dejado dos turrones por si había muchos chicos en la fila y me diera hambre mientras esperaba la llegada de mi turno. Tenía 12 años y una madre atenta.
La cola salía a la vereda. Desde ahí se podía ver a los estudiantes llegar solitos para cumplir con su primer trámite en la vida y demostrar en su casa y a los otros compañeros que podían hacerlo, que su mamá lo dejaba, se lo permitía.
Nunca supe quién era la niña del delantal blanco que cruzó sin mirar por aquella avenida. La vi de frente, en el momento justo, no como los otros chicos que voltearon la cabeza cuando escucharon la frenada. Ni siquiera hubo un grito. Sólo su cuerpito que se levantó en el aire, dio dos golpes en el capót y cayó frente al paragolpes. Tenía la mochila puesta aún. Creo que era rosa.
El conductor se bajó desesperado, con las manos en alto, luego las llevó a la cara y se quedó así, con la boca abierta mirando al piso, ahí, donde estaba la niña.